Tenemos el mensaje y la sugerencia homilética que el querido padre José María nos ha enviado para este domingo 27 de octubre.
Pablo se da cuenta del final de su vida y –como toda ella ha sido– está dispuesto a ser ‘sacrificio agradable’ a Dios ‘derramando’ su vida en honor al Padre que le Ama desde toda la eternidad; del Hijo, que se entregó a sí mismo para salvarlo; y del Espíritu Santo, que lo ha guiado en fidelidad constante hasta este momento final de su vida en el que va a dar el supremo testimonio de su amor fiel a Jesucristo. Solo un espíritu humilde y consciente de su propia realidad, llena de posibilidades y límites, puede llegar, con esta paz y decisión, a este final que algunos llamarán ‘trágico’.
Es lo que la primera lectura nos sugiere a cada uno de nosotros: ofrecer sacrificios agradables a Dios para ser aceptados y transformar nuestra vida en gloria de Dios y salvación propia y para los demás, superando todos los problemas que la realidad, sin fin, nos va planteando sin pedirnos permiso ni preguntarnos el parecer. El Apóstol se lo pide a Timoteo y a todos nosotros y nos anima a confiar en el Señor, pues Él es fiel sin condiciones... ¡Bien lo sabe él, que ha experimentado y goza de esta fidelidad de Dios! Jesús, en el evangelio, nos hace notar que para ser aceptados por Dios solo necesitamos vivir una condición sustancial: abrirnos y abandonarnos, con humilde confianza, a Él... pues nos conoce muy bien y –al amarnos con locura, como nos ama desde toda la eternidad– hará todo lo necesario para que la grandeza de nuestra salvación se haga patente a todos. El salmo lo confiesa con nitidez histórica: ¡cuando el pobre invoca al Señor –como pobre lleno de humildad y confianza en su Dios y Salvador–, Él lo escucha! Con nosotros no será diferente si nos ponemos, como Pablo y los verdaderos pobres en el Señor, al amparo del Señor para hacer siempre su Voluntad, pase lo que pase.
Dios bendice. Él nos escucha; confiemos cada día más en su Misericordia: con Él nada se pierde.
Unidos en oración con María, la Madre de la Misericordia y del Amor Providente, Dios:
P. José Mª Domènech SDB
La Palabra hoy nos presenta, por un lado, la confiada humildad del que reconoce su pequeñez y la necesidad de auxilio, como en la primera lectura y en segunda donde Pablo solo se apoya en el Señor, su salvador; y, por otro, la altanera soberbia del que alardea de lo bueno hecho y desprecia.
¿Cuántos de nosotros reconocemos nuestros concretos pecados contra Dios y contra los hombres? ¿Cuántos aceptamos necesitar el perdón y la Misericordia de Dios? Dios –que es realmente Padre-Madre– y está siempre atento a nuestras reales necesidades, pero ¿y nosotros cómo estamos?
La humildad del que cree en la Misericordia de Dios, es la virtud por la que somos capaces –sin perder la paz interior– de afrontar todas las dificultades, personales o ajenas, internas o externas.
Siempre debemos dar gracias a Dios, pero por su Bondad con nosotros, no por la nuestra hacia Él o –peor todavía– como la suya. Agradezcamos su Misericordia ante nuestra miseria y no nos ufanamos por no ser pecadores como los demás. Éste fue el grave error del fariseo: alardear de su ‘bondad’ –y no reconocerla como don de Dios– y compararse con su hermano más débil, despreciándolo.
¿Quién criticará que alguien sea fiel a las normas? Nadie, pero lo que vale en esta conducta es la actitud que sustenta esta voluntad de fidelidad: ¿es por amor real a quien nos pide algo o es necesidad de sentirse perfecto y seguro por la propia ‘bondad’? Todos somos débiles, solo Dios salva.
El justo jamás desprecia a nadie, ya que el único que nos justifica es Dios y lo hace por pura misericordia; pues nosotros somos pecadores y, cuanto ‘mejores’ nos creemos, más pecadores somos. De modo que, lo que nos conviene es un poco de realismo, objetividad y honesta humildad.
Jesús confía en nosotros, porque nos ama; pero, para nosotros, es vital confiar solo en Él.
Dios siempre escucha nuestras verdaderas y honestas oraciones pidiendo ayuda: es Padre-Madre.
¿Qué es lo importante para Dios? Nuestra obediencia a su Voluntad y nuestra caridad concreta: ambas unidas para el bien de los hermanos que necesitan nuestra comprensión y apoyo.
Éste es el sacrificio que Dios tiene en cuenta; lo demás no vale nada, pues son fórmulas vacías.
Aunque todo parezca perdido, Dios jamás abandona a ninguno de sus hijos y menos en problemas
Pablo, el Apóstol, hace balance de su vida. Se da cuenta que su martirio está muy cerca y confía en el Señor de la Vida, a quien entrega plenamente la suya, sabiendo que no será decepcionado.
Cuando todos lo habían abandonado, fue el Señor, el único incondicionalmente fiel, quien le acompañó y ayudó; así pudo dar un firme y claro testimonio del Evangelio ante todos los paganos.
Dios garantiza su misericordia no por pecar, sino por la humildad, la confianza y la conversión
Portarse bien es bueno, pero reconociendo que todo es don del Amor de Dios, no mérito propio.
El pecado es malo, pero es peor esconderlo y no arrepentirse. Lo mejor –lo único que nos lleva a la Salvación del Amor de Dios– es creer en la Bondad de Dios y pedir su perdón y Misericordia.
Jesús nos señala que es malo creerse justo y juzgar a los demás por sus errores, despreciándolos.
La humildad abre al pecador a la misericordia de Dios, facilitando su camino a la real conversión.
Pidamos a María, la humilde sierva, vivir humildes y en conversión, seguros del Amor de Dios.
Eclo. 35, 14.16-18: El Señor es juez y no hace distinción de personas: no se muestra parcial... y escucha al oprimido... El que rinde el culto que agrada al Señor es aceptado... La súplica del humilde atraviesa las nubes y...: no desiste hasta que el Altísimo interviene para juzgar a los justos y hacerles justicia.
Sal. 332-3.17-19.23: El pobre invocó al Señor y Él lo escuchó
2Tm. 4, 6-8.16-18: Querido hijo: Ya estoy a punto de ser derramado como una libación y el momento de mi partida se aproxima: he peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la Fe. Ya está preparada para mí la corona de justicia, que el Señor... me dará en su Día, y no solamente a mí, sino a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación. Cuando hice mi primera defensa,... todos me abandonaron... Pero el Señor estuvo a mi lado... para que el mensaje fuera proclamado por mi intermedio... El Señor me librará de todo mal... hasta que entre en su Reino celestial. ¡A Él sea la gloria...! Amén.
Lc. 18, 9-14: Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: «Dos hombres subieron al templo para orar. Uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres... ni tampoco como ese publicano...” En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba, si siquiera, a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!” Les aseguro que éste último volvió justificado a su casa, pero no el primero. Porque todo el que se eleva, será humillado, y el que se humilla, será elevado.»
Pablo se da cuenta del final de su vida y –como toda ella ha sido– está dispuesto a ser ‘sacrificio agradable’ a Dios ‘derramando’ su vida en honor al Padre que le Ama desde toda la eternidad; del Hijo, que se entregó a sí mismo para salvarlo; y del Espíritu Santo, que lo ha guiado en fidelidad constante hasta este momento final de su vida en el que va a dar el supremo testimonio de su amor fiel a Jesucristo. Solo un espíritu humilde y consciente de su propia realidad, llena de posibilidades y límites, puede llegar, con esta paz y decisión, a este final que algunos llamarán ‘trágico’.
Es lo que la primera lectura nos sugiere a cada uno de nosotros: ofrecer sacrificios agradables a Dios para ser aceptados y transformar nuestra vida en gloria de Dios y salvación propia y para los demás, superando todos los problemas que la realidad, sin fin, nos va planteando sin pedirnos permiso ni preguntarnos el parecer. El Apóstol se lo pide a Timoteo y a todos nosotros y nos anima a confiar en el Señor, pues Él es fiel sin condiciones... ¡Bien lo sabe él, que ha experimentado y goza de esta fidelidad de Dios! Jesús, en el evangelio, nos hace notar que para ser aceptados por Dios solo necesitamos vivir una condición sustancial: abrirnos y abandonarnos, con humilde confianza, a Él... pues nos conoce muy bien y –al amarnos con locura, como nos ama desde toda la eternidad– hará todo lo necesario para que la grandeza de nuestra salvación se haga patente a todos. El salmo lo confiesa con nitidez histórica: ¡cuando el pobre invoca al Señor –como pobre lleno de humildad y confianza en su Dios y Salvador–, Él lo escucha! Con nosotros no será diferente si nos ponemos, como Pablo y los verdaderos pobres en el Señor, al amparo del Señor para hacer siempre su Voluntad, pase lo que pase.
Dios bendice. Él nos escucha; confiemos cada día más en su Misericordia: con Él nada se pierde.
Unidos en oración con María, la Madre de la Misericordia y del Amor Providente, Dios:
P. José Mª Domènech SDB
«El que se eleva, será humillado, y el que se humilla, será elevado»
La Palabra hoy nos presenta, por un lado, la confiada humildad del que reconoce su pequeñez y la necesidad de auxilio, como en la primera lectura y en segunda donde Pablo solo se apoya en el Señor, su salvador; y, por otro, la altanera soberbia del que alardea de lo bueno hecho y desprecia.
¿Cuántos de nosotros reconocemos nuestros concretos pecados contra Dios y contra los hombres? ¿Cuántos aceptamos necesitar el perdón y la Misericordia de Dios? Dios –que es realmente Padre-Madre– y está siempre atento a nuestras reales necesidades, pero ¿y nosotros cómo estamos?
La humildad del que cree en la Misericordia de Dios, es la virtud por la que somos capaces –sin perder la paz interior– de afrontar todas las dificultades, personales o ajenas, internas o externas.
Siempre debemos dar gracias a Dios, pero por su Bondad con nosotros, no por la nuestra hacia Él o –peor todavía– como la suya. Agradezcamos su Misericordia ante nuestra miseria y no nos ufanamos por no ser pecadores como los demás. Éste fue el grave error del fariseo: alardear de su ‘bondad’ –y no reconocerla como don de Dios– y compararse con su hermano más débil, despreciándolo.
¿Quién criticará que alguien sea fiel a las normas? Nadie, pero lo que vale en esta conducta es la actitud que sustenta esta voluntad de fidelidad: ¿es por amor real a quien nos pide algo o es necesidad de sentirse perfecto y seguro por la propia ‘bondad’? Todos somos débiles, solo Dios salva.
El justo jamás desprecia a nadie, ya que el único que nos justifica es Dios y lo hace por pura misericordia; pues nosotros somos pecadores y, cuanto ‘mejores’ nos creemos, más pecadores somos. De modo que, lo que nos conviene es un poco de realismo, objetividad y honesta humildad.
Jesús confía en nosotros, porque nos ama; pero, para nosotros, es vital confiar solo en Él.
Dios siempre escucha nuestras verdaderas y honestas oraciones pidiendo ayuda: es Padre-Madre.
¿Qué es lo importante para Dios? Nuestra obediencia a su Voluntad y nuestra caridad concreta: ambas unidas para el bien de los hermanos que necesitan nuestra comprensión y apoyo.
Éste es el sacrificio que Dios tiene en cuenta; lo demás no vale nada, pues son fórmulas vacías.
Aunque todo parezca perdido, Dios jamás abandona a ninguno de sus hijos y menos en problemas
Pablo, el Apóstol, hace balance de su vida. Se da cuenta que su martirio está muy cerca y confía en el Señor de la Vida, a quien entrega plenamente la suya, sabiendo que no será decepcionado.
Cuando todos lo habían abandonado, fue el Señor, el único incondicionalmente fiel, quien le acompañó y ayudó; así pudo dar un firme y claro testimonio del Evangelio ante todos los paganos.
Dios garantiza su misericordia no por pecar, sino por la humildad, la confianza y la conversión
Portarse bien es bueno, pero reconociendo que todo es don del Amor de Dios, no mérito propio.
El pecado es malo, pero es peor esconderlo y no arrepentirse. Lo mejor –lo único que nos lleva a la Salvación del Amor de Dios– es creer en la Bondad de Dios y pedir su perdón y Misericordia.
Jesús nos señala que es malo creerse justo y juzgar a los demás por sus errores, despreciándolos.
La humildad abre al pecador a la misericordia de Dios, facilitando su camino a la real conversión.
Pidamos a María, la humilde sierva, vivir humildes y en conversión, seguros del Amor de Dios.
Padre José María Domènech Corominas, sdb.
CICLO C – TIEMPO ORDINARIO – DOMINGO XXX
Lo que nos atrae la Bondad de Dios es la humildad de reconocer nuestra pequeñez y necesidad de su misericordia. Lo demás nos aleja de Dios
Lo que nos atrae la Bondad de Dios es la humildad de reconocer nuestra pequeñez y necesidad de su misericordia. Lo demás nos aleja de Dios
Eclo. 35, 14.16-18: El Señor es juez y no hace distinción de personas: no se muestra parcial... y escucha al oprimido... El que rinde el culto que agrada al Señor es aceptado... La súplica del humilde atraviesa las nubes y...: no desiste hasta que el Altísimo interviene para juzgar a los justos y hacerles justicia.
Sal. 332-3.17-19.23: El pobre invocó al Señor y Él lo escuchó
2Tm. 4, 6-8.16-18: Querido hijo: Ya estoy a punto de ser derramado como una libación y el momento de mi partida se aproxima: he peleado hasta el fin el buen combate, concluí mi carrera, conservé la Fe. Ya está preparada para mí la corona de justicia, que el Señor... me dará en su Día, y no solamente a mí, sino a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación. Cuando hice mi primera defensa,... todos me abandonaron... Pero el Señor estuvo a mi lado... para que el mensaje fuera proclamado por mi intermedio... El Señor me librará de todo mal... hasta que entre en su Reino celestial. ¡A Él sea la gloria...! Amén.
Lc. 18, 9-14: Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: «Dos hombres subieron al templo para orar. Uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres... ni tampoco como ese publicano...” En cambio, el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba, si siquiera, a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!” Les aseguro que éste último volvió justificado a su casa, pero no el primero. Porque todo el que se eleva, será humillado, y el que se humilla, será elevado.»
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