Is. 49, 1-6: "Estaba yo en el seno materno y el Señor me llamó... pronunció mi nombre... Hizo de mi boca una espada afilada... En vano me ha cansado... Te hago luz de las naciones para que mi salvación llegue hasta el confín de la tierra."
Salmo 138: "Te doy gracias porque me has escogido portentosamente."
Hch. 13, 22-26: " Juan, antes de que llegara, predicó a todo el pueblo de Israel un bautismo de conversión... a ustedes se les ha enviado este mensaje de salvación."
Lc. 1, 57-66.80: "¡No! Se va a llamar Juan... Juan es su nombre... se le soltó la lengua y empezó a hablar bendiciendo a Dios... ¿Qué será de este niño?... "
Son muchos los que tienen miedo de comprometerse: “No te enredes... te vas a meter en problemas...” ¿Nunca hemos escuchado estos comentarios o consejos?
Arriesgar la vida siempre ha sido complicado. Vivimos en el convencimiento de que solo tenemos una vida y hay que aprovecharla bien, y es cierto, pero lastimosamente creemos que se trata de ésta. No tenemos en cuenta de que ésta es solo una etapa de tránsito para que aprendiéramos a vivir según nuestra definitiva vocación: ser hijos de Dios. Así comprendemos el sentido de los nueve meses en el seno materno... Mal haríamos si estructuráramos nuestra existencia según las condiciones de aquella fase de nuestra vida. Ésa era la primera fase de nuestra etapa de aprendizaje, después de estos nueve meses vendría la segunda fase de aprendizaje y, concluida ésta, llegamos a la definitiva etapa de nuestra vida, la que nos permite gozar de la vida en su máxima realidad y profundidad: para ello nacimos, para ser y gozar de nuestra filiación divina y glorificar a Dios con nuestra vida feliz, pero hay que entrenarse.
Desde esta perspectiva debemos mirar si conviene o no comprometernos en algo: lo que nos prepare para la vida que estamos llamados a vivir para siempre, eso vale, y es una exigencia y lo que no está orientado a esa vida hay que darle mucha menos importancia...
Ser superficiales en los criterios de vida es arriesgar nuestro futuro definitivo, que está después de lo que, de ordinario, llamamos muerte y algunos creyentes llaman “tránsito”, “llegada a la casa del Padre” “encuentro definitivo”...
Juan Bautista, como el profeta, tenía muy claro para qué había nacido, a qué había sido llamado desde el seno materno: no para cambiar el mundo, somos muy pequeños y débiles para eso, sino para servir a la vida desde la verdad y en el amor a cada persona y ser vivo.
Dios se fía de nosotros y nos confía la tarea de apoyarle en la tarea de comunicar a los hombres los dones de su Amor. Él es tan grande que nos ha llamado para algo maravilloso: es justo darle gracias.
La mejor acción de gracias supera las palabras, se da en nuestras decisiones de fidelidad a la Voluntad de Dios, el esfuerzo por construir nuestras relaciones desde el bien y la verdad, que el Señor nos pide esparzamos en su nombre y la ofrenda silenciosa de lo que somos y tenemos en bien de los que nos rodean, como Cristo nos mostró en su vida; como Juan vivió sin tregua y sin dejarse amilanar por los peligros que representaba decir la verdad a los poderosos.
Los apóstoles lo aprendieron al lado de Jesús; Juan Bautista por su íntima y esforzada fidelidad al Dios de Israel, que le había llamado y de quien había recibido el nombre.
La experiencia de Zacarías fue valiosa: quedó mudo para que aprendiera a ser humilde y a meditar la palabra de vida que había recibido. Cuando se cumplió esta palabra y él obedeció la Voluntad del Señor, se soltó su lengua y pudo proclamar las grandezas del Señor que visita a su pueblo con la Salvación enviando al mensajero...
El pueblo se pregunta qué será de este niño y nosotros debemos vivir de tal modo que las personas que nos rodeen se cuestionen si el mensaje que proclamamos con nuestra vida y con nuestra palabra no será cierto, porque los signos de vida y conversión que se dan a nuestro alrededor avalan nuestro mensaje.
Se trata de ser fieles cada día más a la Voluntad del Padre. Dios nos eligió, como a Juan, para ser testigos del Amor que salva. Pidamos a María formarnos siempre para ser más fieles.
P. José María Doménech Corominas, sdb
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